6.7.09

La FuEnTe De La SaLuD (para cuando estén aburridos)

La Fuente de la Salud.
Nunca pensé que esto podría pasarme a mí. Honestamente, nunca pensé que podría pasarle a nadie. Hoy, con 64 años, me siento feliz de poder relatar este viaje que cambió mi vida radicalmente; aún cuando creía saberlo y haberlo vivido todo.
Hace unos años, no recuerdo ya cuántos; dos, quizás, o tres, contraje una enfermedad extrañísima. No se muy bien cómo, ni cuándo; pero atentó contra mi organismo ferozmente. Mis hijos siempre estuvieron junto a mí y buscaban medios para sanarme. Recurrí a los mejores médicos, especialistas, curanderos y sanadores; pero ninguno podía ayudarme. Fue un período difícil.
Un muy buen día, Ana, mi preciosa hija menor, trajo a casa una revista prometiéndome que había encontrado la cura a todos mis males. Era muy pequeña y con fotografías exóticas. Emocionada, la abrió por la mitad y me la arrojó, casi ferozmente, para que vea una página. El texto era corto, parecía escrito por algún extranjero o alguien de bastante mal hablar. Se titulaba “La fuente de la Salud”, y hablaba de una fuente en el Fin del Mundo, conocida solamente por algunos aborígenes del lugar, a la que se llega muy difícilmente y a la cual se le adjudican poderes sanativos. Lo único que llegué a decirle a mi hija fue un rápido “empaquemos” y comenzamos a correr.
No quiero hacer muy extensa esta parte de mi relato, sólo me limitaré a decir que averiguamos a quiénes debíamos recurrir para informarnos y para llegar a la fuente tan preciada. Llegamos a esas personas y al ver el cariño y la desesperación en nuestros rostros, nos brindaron todo tipo de ayuda y soluciones. Dos muchachos, Ernesto y Tania, insistieron en acompañarnos y llevarnos donde los aborígenes; ya que conocían lenguas y, créanme, tenían mucha simpatía y facilidad para entablar conversación. Tuvimos mucha suerte dentro de la desgracia.
Nuestra travesía en camioneta comenzó un 18 de enero, lo recuerdo porque era el cumpleaños de mi ahora tan querido Ernesto. El año, vuelvo a repetir, no lo recuerdo; pero nunca podría olvidar la pequeña ceremonia que hicimos dedicada a él, en parte de agradecimiento por su bondad y en parte por su cumpleaños. Partimos de la cuidad natal de los hermanos, Neuquén. Viajaríamos en una camioneta alquilada hasta Ushuaia y seguiríamos a pie. Estimábamos 35 horas, pero en realidad, tardamos bastante más. Íbamos Ernesto y yo adelante, y Ana y Tania atrás. En el transcurso del primer tramo no ocurrió nada muy destacable. Les conté mi historia de vida, ellos las suyas y también mi hija. Fue muy agradable, eran chicos muy buenos, trabajadores y correctos.
La primera larga parada fue después de 12 horas, en Garayalde y junto con unas ricas facturas e interminables ejercicios de estiramiento, vino una gran sorpresa que me cambiaría la forma de ver muchas cosas. Tania y Ana fueron al baño de la estación de servicio. Volvieron llorando y trayendo un niñito de la mano. Su aspecto era horrible. Estaba demasiado sucio y no llevaba campera ni zapatos. Este fue mi primer choque con la realidad, con la pobreza en persona y la insensatez de la gente. Este nene, de unos 5 o 6 años, no lo sabía muy bien porque no sabía contar, había sido abandonado por su padre luego de la muerte de su mamá. Mi posición social y mis inquietudes me habían mantenido siempre alejada de este tipo de situaciones; y no me interesaba para nada hacer algo al respecto. Pero algo dentro mió estaba comenzando a cambiar. Mi mirada se tornó compasiva y triste. Mi hija lo abrazaba y trataba por todos los medios de abrigarlo, cubrirlo, entregarle algo de cariño, compasión. Siempre había sido muy buena. Tania y Ernesto corrieron a buscar la camioneta y al cabo de un minuto ya estaban de vuelta y subimos todos. Después de condicionar al pequeño comenzamos a discutir qué hacer con él. Ernesto y Tania querían llevarlo a la policía del lugar para que se encargasen y así proseguir y Ana, que ya se había encariñado y pegado a él, proponía hacerse cargo del niño. Yo no sabía que hacer. Veía esos pequeños ojos negros y creía ver un mundo en ellos que yo nunca había podido descubrir…
Estaba muy cómoda en mi cama de la hostería “El Álamo” en Comandante Luis Piedra Buena; al lado mío Ana y Tania ya estaban profundamente dormidas. Cerré los ojos y me puse a pensar. Pensé en mi difunto marido, en el gran dolor de estómago que mi maldita enfermedad provocaba, en la Fuente y en Pedrito, que dormía en la habitación de al lado con Ernesto. Era muy obediente y necesitaba mucho cariño. Prometí en la oscuridad a mi misma que si encontraba la fuente y sanaba, iba a cuidar de él hasta el último de mis días. O hasta que él me lo permitiera.
A la mañana siguiente luego del desayuno subimos nuevamente a la camioneta y partimos. Ahora el viaje era tan divertido, ya casi dejaba de dolerme el cuerpo y a veces hasta llegué a olvidar la razón por la cual viajábamos. Ernesto y Anita se llevaban muy bien, Tania y Pedrito siempre los cargaban; y éste último resultó ser una persona encantadora. Después de 15 horas llegamos a Ushuaia. La vista de la ciudad fue recibida con aplausos y risas. Estábamos felices y sentimos un gran alivio. Ahora sólo debíamos buscar la tribu yámana. Debíamos ir sólo Ernesto y yo. Los demás se alojaron en una pequeña posada dispuestos a esperar.
Caminamos hacia el este, yo ya estaba agotada y Ernesto trataba de mantenerse en su postura de fortachón, pero en su mirada había mucha angustia por esta pobre vieja y cansancio. Cada tanto le daba unas palmaditas en la joven espalda para transmitirle esperanza y mis deseos incontenibles de curar. El me devolvía una sonrisa obligada o un abrazo. Casi ni hablábamos, pero yo ya tenía decidido aceptarlo como posible pareja para mi querida Ana, no había manera de expresarle lo agradecida que estaba. Luego de unos tres cuartos de hora, llegamos…
Había dos tiendas rudimentarias. Todavía no logro entender cómo esos pobres aborígenes no se congelaban. Todos nos miraban extrañados, me hacían sentir muy nerviosa y el miedo se apoderó de mí. Ernesto me iba diciendo en voz baja <>, <>. Para cuando llegamos a la tienda principal, mi miedo ya se había ido y comenzaba a sentir odio por aquellos que no respetan a estos pueblos originarios, que los marginaban o despojaban de sus tierras. Y pensar que yo había sido una de esas; ahora esas personas iban a salvarme la vida. Uno debe estar agradecido. Nos atendió un hombre que según me dijo Ernesto, era el jefe. Hablaron durante varios minutos interminables a duras penas porque Ernesto hablaba un dialecto que resultó ser bastante diferente al yagán, que sólo tenía 3 hablantes. Luego el hombre por primera vez me miró. Su mirada era tan profunda que sentí un poco de pudor, pero me tendió su mano y la tomé. Dejamos a mi compañero atrás y me llevó a otra tienda más sólida que estaba custodiada. Los guardias asintieron al vernos y entramos. Allí estaba, tan hermosa y radiante como la había imaginado, sus aguas eran turquesa y caían con gracia formando una pequeña cascada. El jefe la señalo y, yéndose me repetía: <>
Bañarme en esa agua y sanar por ella fue lo más hermoso que me pasó jamás. Aunque, pensándolo bien, creo que lo más hermoso fue el viaje en sí. Conocí a estas personas maravillosas, a las cuales querré toda mi vida y a las cuales les debo todo. Conocí los lugares más bonitos y espectaculares y de la manera más inusual que puede haber. Aprendí a abrirme de mente, a no juzgar, a agradecer, a amar, a querer. Dejé atrás a una “yo” con aires de realeza, egoísta, hipócrita y desinteresada. Los yámanas me enseñaron a valorar lo propio. Ellos sufrieron y sufren el desarraigo y la pérdida de su cultura que, por ser diferente, no es mejor ni peor que la nuestra. Fin.

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las cosas que pienso, mis ideas, mi ser trascienden el tiempo; cuando muera, viviré...

Realmente soy un soñador práctico; mis sueños no son bagatelas en el aire. Lo que yo quiero es convertir mis sueños en realidad.